por Asociación Internacional de Exorcistas

Se han inaugurado los Juegos de la 33ª Olimpiada y París ha bailado. Esperemos que compita con mucho más. Sí, porque el deporte, la sana competición, el «que gane el mejor» no han podido tener peor inauguración. No nos referimos a la lluvia torrencial que amenazó con «arruinar» los festejos -atletas empapados y empapados entre las crecidas del Sena y los chaparrones caídos del cielo, espectadores poderosos congelándose en las logias-, sino a la dirección y el contenido de un espectáculo más parecido a un circo donde los payasos no eran moco de pavo. Al fin y al cabo, las ciudades europeas de espectáculos circenses similares se han convertido ya en escenarios habituales.
Los espectáculos de luces no bastaron para garantizar la renovada grandeza del país organizador. El «Olympia 33» ya hace aguas, a pesar de su alto grado (de mal gusto y demás). Y lo que más asquea y duele es el minestrón de blasfemia que no tiene nada de libertaria ni emancipadora: porque los sentimientos de fe, ideas y derechos compartidos -en definitiva, la confianza en la Razón- han acabado bajo las zarpas y los talones de acróbatas vanidosos y coloristas.
Las reacciones no se han hecho esperar. Los obispos franceses, en un comunicado, condenaron las «escenas que se burlan y se mofan del cristianismo». Junto a momentos objetivamente apreciables en cuanto a coreografía e iluminación, gracias a la monumental escenografía de una de las ciudades más bellas del mundo, la Conferencia Episcopal de Francia deploró profundamente «las escenas de burla y mofa del cristianismo». A nadie se le escapó la nauseabunda parodia de la Última Cena de Leonardo da Vinci, en la que Jesús es sustituido por una figura femenina y los Apóstoles por diversos personajes drag.
Sobre la cabeza de la figura femenina se coloca una Hostia que se consagra en las celebraciones eucarísticas convirtiéndose en el Cuerpo de Cristo, para indicar también su halo de «santidad». En cambio, la Sangre de Cristo está representada por Baco, el dios del vino, la embriaguez y la sensualidad en la mitología clásica.

Al respecto, irónico y mordaz, en la punta de su pluma, el diario católico ‘Avvenire’: «Como en un plato de nouvelle cousine los chefs de la velada han puesto de todo en la olla: pop, rock, ópera. Y luego han agitado los ingredientes con una pizca demasiado abundante de inevitable ‘fluidismo’», observaba la hoja del CEI.
El semanario «Famiglia Cristiana» recuerda el grave hecho de que «Leonardo da Vinci, autor de la Última Cena parodiada de manera ofensiva y blasfema para los cristianos y con quien Francia tiene deudas, habría merecido más cortesía y Francia tiene suficiente cultura para saber que no es necesario ofender la sensibilidad y la fe de los demás para afirmar su propia idea del mundo».
Todo ello con el telón de fondo de la herida y humillada catedral de Notre-Dame, cuyas obras de reconstrucción aún no han concluido tras el devastador incendio de abril de 2019.
Entonces, ¿qué podemos decir ante este espectáculo planetario presidido por Emmanuel Macron?
Que un integrismo laicista se aprovecha de los Juegos Olímpicos -un acontecimiento que más bien debería celebrar el respeto y el diálogo entre los pueblos, de todas las creencias, convicciones o religiones- para imponer, incluso mediante la blasfemia disfrazada de reivindicación de derechos, una cosmovisión y una refundación antropológica distorsionadas y divisorias.
Que esta estrategia nihilista ha tenido siempre un inspirador sutil y venenoso es algo bien conocido por la praxis exorcista.

La mano derecha de Dios protege a los creyentes de los demonios, miniatura de Jean Fouquet, siglo XV.