Ante el creciente fenómeno de la promoción de la brujería en el mundo, propuesta en el ámbito social y académico, incluso como expresión de emancipación de género y redención cultural, publicamos el testimonio de una religiosa colombiana. Por razones de confidencialidad, hemos decidido mantener el anonimato de la autora.
 

Me gustaría compartir mi experiencia con mucha sencillez y humildad.

El don de la vida me fue dado por Dios en Colombia y hoy soy una consagrada en la vida religiosa. Como es bien sabido, en muchas zonas del hermoso continente sudamericano, se practican ampliamente la brujería, la magia, la santería, el espiritismo y muchas otras prácticas esotéricas como el Palo Mayombe, el culto a la Santa Muerte o Niῆa Blanca y el de la Corte Malandra.

Nací en una familia donde se practicaba habitualmente la brujería.

Mi padre iba a casarse con la que luego se convirtió en mi abuela materna. Sin embargo, al llegar a la edad de hacer el servicio militar, tuvo que marcharse y, cuando regresó, unos años más tarde, descubrió que ella se había casado. Muy enfadado, se marchó de casa y regresó unos 15 años después.

Mi abuela materna tuvo cuatro maridos y, casi siempre, cada vez que cambiaba de marido, también cambiaba de apellido. De su primer matrimonio tuvo dos hijas y la segunda de ellas se convirtió en mi madre. Uno de los cuatro maridos de mi abuela materna abusó sexualmente de mi madre cuando era niña. Cuando mi padre regresó a casa después de 15 años de ausencia, se casó con ella.

Mi abuela materna era bruja y se fue a Venezuela a aprender brujería en la llamada «Escuela de María Lionza». A María Lionza se le había dedicado una montaña donde se encontraba la escuela de brujería más importante de Venezuela, en el estado de Yaracuy. Esta montaña también se llamaba «Montaña de la suerte», donde se realizaban muchos rituales de brujería.

Mi abuela nunca volvió a Colombia y se mudó a Venezuela, donde, además de practicar la brujería, abrió una fábrica de ladrillos. También se había llevado a su madre a Venezuela.

Mi madre me contó que, cuando era niña, vio con sus propios ojos cómo mi abuela mataba a mi bisabuela, ofreciéndola en sacrificio al espíritu de María Lionza. Nadie supo nunca de ese horrible asesinato porque mi abuela materna hizo creer a la gente que se trataba de una muerte natural.

Una de las características de las obras de brujería de mi abuela era profanar las hostias consagradas durante sus rituales. Para conseguir las hostias consagradas, enviaba a los niños a la iglesia a participar en la Santa Misa. Les enseñaba a fingir que tomaban la Eucaristía, después de recibirla del sacerdote, y a esconderla, para luego llevársela a ella, que los recompensaba con dinero. Ella misma solía ir a la iglesia y fingir que comulgaba.

Sin embargo, un día, la cosa se supo y ya no pudo seguir haciendo que los niños robaran la Eucaristía, ni seguir robándola ella misma, porque los sacerdotes fueron informados. Muchos fieles católicos, al enterarse de este hecho, se indignaron mucho con mi abuela.

Mi abuela materna residía habitualmente en Venezuela, pero cuando mi madre se casó, venía a visitarnos a Colombia, hasta que un día tuvo que huir porque intentaban matarla. De hecho, como era muy mala y gestionaba su empresa de ladrillos de forma deshonesta, se había ganado muchos enemigos.

Cuando regresó definitivamente a Colombia, yo tenía cinco años. Compró una casa situada detrás de la nuestra, alrededor de la cual había un gran terreno, la mitad del cual estaba cementado. La parte no cementada se utilizaba para enterrar muchos de los maleficios que realizaba.

En una habitación de la casa, detrás de unas cortinas de color violeta, colocó cinco altares con cinco grandes bustos de estatuas traídas de Venezuela: el de María Lionza, el del indio Guaicaipuro, el del indio Felipe, el del doctor José Gregorio Hernández y el de la Mano Poderosa, en el que estaban representados varios símbolos. Sobre los altares colocó velas, cada una de un color diferente, porque cada corte tenía su propio color. Sin embargo, había una vela en la que figuraban los colores de las principales cortes para indicar su unión. También había copas con ron y otros licores, además de cigarros de tabaco que se depositaban como ofrendas. En el altar también se depositaban los maleficios antes de ser enterrados o entregados.

Además, en el altar siempre había un crucifijo, pero estaba colocado de espaldas o boca abajo, lo que siempre me impresionaba porque me daba pena verlo así. Más de una vez intenté darle la vuelta, pero enseguida me regañaban, y cuando preguntaba por qué el crucifijo tenía que estar colocado así, la abuela siempre me decía que me callara y reiteraba que esa debía ser su posición. Esto es lo poco que recuerdo de ese altar.

Las cortes del espiritismo venezolano son 21, encabezadas por las que se consideran las tres grandes «potencias» del espiritismo: Reina María Lionza, considerada la jefa de todas las cortes espiritistas y acompañada por Negro Felipe y Guaicaipuro.

Estas tres «potencias espirituales», además de la corte africana, son las más utilizadas en la brujería.
En esta imagen, aparentemente sagrada y católica, se representan los espíritus de la santería africana en forma de santos católicos.

Este cuadro también estaba presente en el altar de la casa de mi abuela.

Aquí hay otra representación, aparentemente católica, porque aparecen Santa Ana, la Virgen María, el Niño Jesús, San José y San Joaquín. La figura del centro, que se describe como la mano de Cristo, en realidad representa la mano del demonio. Obsérvese que los tres corderos a la derecha y a la izquierda beben sangre. El cordero sentado representaría a Cristo bajo el peso de la cruz, pero en realidad la sangre, como se ve, no brota de Él, sino de la mano del demonio.

Ante esta imagen se pronuncian fórmulas que provienen del espiritismo afroamericano y que tienen como objetivo obtener abundancia de bienes y protección contra todo peligro, incluidos los rituales mágicos contrarios.


La que se ve a continuación es la vela que representa la «Mano Poderosa», también presente en el altar de mi abuela y que ella utilizaba en los diferentes rituales de brujería.

Otro busto colocado en ese altar era el del doctor José Gregorio Hernández. Era un médico muy bueno con todos y especialmente caritativo con los pobres. Fue beatificado el 30 de abril de 2021 por el nuncio apostólico Mons. Aldo Giordano. Entre las 21 cortes de brujería colombianas también hay una «corte médica» que se ha apropiado indebidamente de la figura del doctor José Gregorio Hernández, ya que lo ha puesto arbitrariamente al frente de dicha «corte».

Para obtener curaciones e intervenciones, tanto a nivel físico como espiritual, los espíritus de esta «corte» son invocados por los operadores y operadoras de brujería mediante sesiones espiritistas y rituales, en los que se utilizan velas de color blanco y verde (previamente «consagradas» a los espíritus). El operador o la operadora de brujería pide a la persona enferma que le traiga una botella de agua, otra de alcohol, algodón, gasas, la estatua o la imagen del propio doctor, sábanas blancas, flores (algunos también piden tabaco). Estos objetos serán sometidos a rituales durante los cuales serán consagrados a los espíritus y luego devueltos a la persona enferma con las siguientes instrucciones: preparar en su casa un altar en honor al doctor José Gregorio Hernández sobre el que depositar estos objetos, excepto las sábanas, que deberá colocar en la cama en la que dormirá esa noche: la noche de la «intervención». El agua y el alcohol deberán depositarse en el altar en un vaso.

A la mañana siguiente, la persona que haya sido «operada» por el doctor Gregorio durante la noche deberá beber el agua que se encontraba en el vaso del altar.

Las personas necesitadas piensan que durante la noche intervino realmente el médico, que existió históricamente y que, con el permiso de Dios, obra milagros. En realidad, intervinieron los espíritus de la «Corte», que realizan pseudocuraciones, pero pidiendo a la operadora o al operador de brujería que les entregue a cambio el alma del «paciente», sin que este sepa nada. Más concretamente, el operador o la operadora de brujería ofrecen y consagran a los espíritus no solo los objetos que les habían pedido que trajeran, sino también a la persona que acudió a ellos. Y todo ello sin que la persona lo sepa. Las personas realmente se curan, pero no saben lo que les espera porque han intervenido espíritus que en realidad son demonios, los cuales han realizado auténticas operaciones quirúrgicas. Pero los demonios nunca eliminan un mal si no es para preparar otro diferente y peor.

Una imagen del beato José Gregorio Hernández Cisneros

Cuando mi abuela realizaba sus rituales de brujería por la noche, dibujaba en el suelo un pentagrama, una estrella de cinco puntas encerrada en un círculo. En cada punta de la estrella colocaba una vela, por lo que había cinco velas. Durante los rituales fumaba cigarros de tabaco, quemaba hierbas, sacrificaba gallinas, cabras, gatos, utilizaba huesos de muertos robados de los cementerios, profanaba la Santísima Eucaristía, realizaba maleficios y me obligaba a mantener relaciones sexuales con un primo mayor de edad. En algunos rituales, en los que participábamos varios niños, nos obligaban a participar en orgías.

Ella siempre vestía de blanco y llevaba un cinturón en la cintura. En el ritual también participaba siempre un hermano mío de mi misma edad (nos llevábamos pocos meses) que había sido adoptado por mis padres. A menudo entraba en trance y sus ojos se volvían blancos, se retorcía de forma angustiosa y en ese momento mi abuela, que dirigía el ritual, decía que su alma había dejado paso a la de los espíritus. Más de una vez, mi abuela quemó a mi hermano con cigarros de tabaco que aplastaba sobre su cuerpo o le quemaba con amoniaco puro que le lanzaba a la cara. Aún hoy resuenan en mi cabeza los horribles gritos de mi hermano cuando mi abuela le echaba amoniaco en la cara porque el espíritu no quería salir de su cuerpo o porque no obedecía la orden de responder a las preguntas que le hacían los participantes en el ritual.

A los espíritus también se les ofrecía ron o aguardiente, una bebida alcohólica de alta graduación, elaborada con caña de azúcar. La abuela decía que estas bebidas alcohólicas eran especialmente del agrado de los espíritus. Los participantes se las ponían en la boca sin ingerirlas y, un momento después, las escupían sobre el cuerpo de la persona que estaba en trance, porque así pretendían ofrecérselas al espíritu o a los espíritus que se manifestaban en la persona. De manera similar se hacía con el cigarro. Los participantes fumaban el cigarro y luego el humo se exhalaba sobre la persona en trance, con la intención de ofrecer ese humo en honor a los espíritus que se manifestaban a través de él.

La abuela pronto comenzó a decirme que, cuando ella muriera, yo debía continuar su trabajo porque sería la heredera de sus poderes.

Casi de inmediato me involucró en sus rituales de brujería, durante los cuales me hacía ponerme una túnica blanca y luego, como ya he mencionado, me hacía violar sexualmente delante de todos por un primo mayor de edad implicado en sus rituales. Otras veces, ella misma introducía objetos o incluso su dedo en mi vagina y luego me hacía besar ese objeto o su dedo diciendo que ese objeto o su dedo se habían cargado de energía. Hoy en día sufro en mis genitales y en mi ano las consecuencias de esas terribles violencias que han causado daños tan graves que los médicos me dicen que son irreparables.

Durante los rituales, la abuela también profanaba el Santísimo Sacramento introduciéndolo primero en mi vagina y luego distribuyéndolo entre los participantes en el rito. Mi abuela me pedía a menudo que le consiguiera las hostias consagradas, al igual que hacían los niños a los que ella había «instruido», pero yo nunca quise aceptar su petición.

Lo más doloroso para mí era que mi madre, aunque no participaba en esos ritos, estaba al tanto de ellos y también sabía de las terribles violencias que sufría, pero no hacía nada para librarme de ellas. Si no quería participar en esos ritos, me pegaba para obligarme a hacerlo.

Mi madre era muy bruta conmigo. A veces incluso llegaba a violarme sexualmente con zanahorias u objetos tubulares. Además, nunca cocinaba y nos daba a mi hermano y a mí la misma comida que preparaba para el perro. Debido a todo esto, desde los seis años me costaba mucho hablar con ella.

Mi padre, por su parte, estaba casi siempre borracho y nunca supo nada ni se dio cuenta de los abusos que sufría. Sin embargo, le tenía mucho miedo a mi abuela, hasta el punto de que él también aprendió brujería para protegerse de los rituales malignos que, según sospechaba, ella realizaba contra él. Hizo un pacto con el diablo pidiéndole protección y salud a cambio de su alma.

En nuestra casa, mi padre instaló dos altares. No podíamos acercarnos a uno de ellos, pero, curioseando a escondidas, vi que sobre él había una «Mano Poderosa», un dibujo del «Anima sola» y una imagen del doctor José Gregorio Hernández. También había velas, y una de ellas estaba siempre dedicada al «Anima sola», delante de la cual mi padre colocaba también un vaso de agua que cada lunes consagraba con fórmulas. Luego esparcía el agua del vaso por toda la casa y sobre todos los que la habitaban. Por último, volvía a llenar el vaso y renovaba el ritual de consagración del agua.

En otro altar situado en la oscuridad, en un lugar sin ninguna fuente de luz, ni siquiera natural, había colocado un recipiente de cristal con algunos huesos: los de sus padres y los de mis hermanos pequeños fallecidos, que él utilizaba para sus rituales. Tenía un hermano pequeño que murió a los dos años y una hermana pequeña que murió a los tres años aproximadamente. También tenía tres hermanas mayores, nacidas antes que mi hermano y mi hermana fallecidos, con las que, sin embargo, nunca viví porque cuando nací ya se habían ido para formar sus nuevas familias. Luego tenía, como ya he dicho, un hermano que había sido adoptado por mis padres y que tenía mi misma edad (se decía que era un hijo de mi padre concebido tras una relación con otra mujer).

Mi padre no me inició, al menos que yo sepa, pero siempre me hablaba del demonio como de un amigo que, si yo lo respetaba y lo quería, nunca me haría daño. Por eso siempre discutíamos, porque yo no estaba de acuerdo. Cada noche, después de medianoche, mi padre salía de casa para reunirse con el demonio en un terreno cercano a nuestra casa diciendo: «Voy a encontrarme con mi buen amigo». Nos contó que a veces se le aparecía en forma de hombre y otras veces en forma de perro completamente negro. Yo misma, a veces, al despertarme por la noche, lo veía junto a mi cama. Era grande y tenía los ojos rojos. Mi madre, mi hermano adoptivo y algunos primos también lo vieron varias veces.

En cuanto a la llamada «Anima Sola (Alma sola)», según una historia inventada, se llamaba Celestina Abdegano, una piadosa mujer que tenía la tarea de dar de beber a los condenados a muerte en Jerusalén. Esta mujer dio de beber a los dos ladrones condenados en el Gólgota, pero se negó a dar de beber a Jesús por miedo a los romanos, y por esta razón, tras su muerte, fue condenada a los castigos más crueles del infierno, donde, en absoluta soledad, estaría envuelta en la más densa oscuridad, ardiendo entre llamas que no emiten luz. En las pinturas se la representa con cadenas en las muñecas y entre las llamas. Los adeptos a la magia, tanto blanca como negra, y por lo tanto también los adeptos al demonio sudamericanos, le dedican un altar en casa y ante su imagen colocan un vaso de agua y una vela encendida. El agua representa su ofrenda para darle «alivio» en sus sufrimientos y la llama de la vela, que debe arder siempre (por lo que, antes de que se apague, hay que cambiarla), representa la luz que debería iluminarla en la espesa oscuridad en la que se encuentra. Quien la honra saciando su sed e iluminándola en su oscuridad, obtendrá de ella muchos favores. Los lunes se le cambia el agua y, antes de verter agua nueva en el vaso, la que se le había ofrecido la semana anterior se rocía por la casa y sobre las personas, invocando su protección. Los consagrados a Satanás practican este culto para «enviar» al «Anima sola» a atormentar a las personas a las que dirigen sus maleficios. A veces ocurre que en algunas casas a las que ha sido «enviada», durante la noche se oyen ruidos de cadenas y llantos, con gran espanto de quienes allí viven. Si estos fenómenos se producen realmente, es evidente que no es el «Anima sola» quien los provoca, sino el demonio inspirador y fomentador de la mentira sobre la existencia del «Anima sola».

Se le dedican rituales en los que se le pide que deje sola a una persona en la vida y que sufra como ella los tormentos del infierno, o se le pide que le devuelva a su ser querido. Si el ritual funciona, provoca tal agitación en la víctima que esta no encuentra paz hasta que vuelve a vivir con la persona que ha realizado el ritual del «Anima sola».

“Anima sola (Alma sola)”

Volviendo a mi abuela, en muchos rituales utilizaba la «tierra de los muertos» o la «tierra del cementerio». La «tierra de los muertos» es la que se produce dentro del ataúd durante la descomposición del cadáver. Tiene una consistencia pastosa y grasa, y se utiliza en la magia negra para enfermar y matar a las personas. Por «tierra de cementerio», en cambio, se entiende la tierra que se encuentra alrededor del ataúd y que se utiliza para aniquilar a los enemigos y a las personas a las que se quiere llevar a la ruina. Estas dos tierras deben ser tomadas de difuntos que hayan sido muy malvados en vida o que se hayan suicidado. El ritual mágico realizado tiene como objetivo lanzar contra la persona lo que la brujería cree que es el alma condenada, con el fin de hacer recaer su propia carga de odio, maldad y muerte sobre la persona que aún está viva. En la práctica, se trata de provocar trastornos en las personas utilizando almas supuestamente condenadas; por lo tanto, no se trata de posesiones por parte de almas condenadas, sino de trastornos que, según la brujería, deberían llevar a las personas a la ruina o a la muerte. Por esta razón, los brujos afirman que durante las exhumaciones de cadáveres no se debe tocar nada, ni ataúdes ni objetos. Es posible obtener tanto la «tierra de los muertos» como la del cementerio, así como los huesos de los muertos, incluso en las fosas comunes, y utilizarlos para realizar prácticas de brujería. Esto también es posible sobornando a los guardianes de los propios cementerios. Por esta razón, espero que haya más controles en el momento de las exhumaciones de los difuntos y en la custodia de las fosas comunes.

La participación en los rituales de brujería de mi abuela provocó en mí el desarrollo gradual de «poderes» fuera de lo normal. La abuela había dicho a quienes participaban habitualmente en los rituales que yo sería su heredera, por lo que todos me consideraban la elegida, la «escogida», la que, a la muerte de la abuela, debería continuar su obra. Poco a poco aprendí, como si fuera algo totalmente normal, a utilizar el «péndulo» para hacer preguntas a los espíritus. A veces, si no tenía el «péndulo», me bastaba con utilizar un hilo rojo con una aguja. Aprendí a utilizar la tabla ouija para evocar a los que me decían que eran difuntos. Cuando no había tabla ouija, utilizaba un trozo de papel y un vaso para hacer preguntas. En otros casos, utilizaba un cuaderno de espiral y unas tijeras. Con el paso del tiempo, ya no necesité utilizar el «péndulo» ni la tabla ouija para evocar a los que creía que eran difuntos, porque me bastaba con concentrarme y hacer las preguntas en mi interior para que llegaran las respuestas.

Aprendí a hacer maleficios para unir a un hombre con una mujer; aprendí el rito que en español se llama cruzar y que consiste en consagrar a los espíritus a los niños en el vientre de las mujeres embarazadas. Me traían mujeres embarazadas a las que les hacía rituales que debían «proteger» al niño y a la madre. Decía fórmulas especiales mientras caminaba sobre la mujer que estaba tumbada en el suelo. Hacía signos de la cruz al revés sin que ellas se dieran cuenta, también encendía velas. Con este gesto, las mujeres embarazadas, implícitamente, sin saberlo, ofrecían a los espíritus a su hijo en el vientre. De hecho, estaban convencidas de obtener protección para ellas y para el niño durante el parto, y no se daban cuenta de que se trataba de una verdadera consagración a los espíritus.

Cuanto más tiempo pasaba y mi abuela me introducía en la brujería, más sentía en mi interior un profundo malestar. Mis padres no me habían bautizado, pero en mi corazón crecía un sincero sentimiento de amor hacia Jesús, junto con el deseo de convertirme en cristiana y formar parte de la Iglesia.

En mi clase era la única niña que no había recibido el bautismo, y esto también me causaba a menudo malestar, porque me sentía diferente a los demás alumnos. Empecé a desear recibir el bautismo, pero sin manifestarlo ni a mis padres ni a mi abuela, porque estaba segura de que no estarían de acuerdo.

Un día, cuando tenía seis años, me enteré de una gran reunión organizada por un sacerdote en una parroquia un poco lejos de la mía. En esa ocasión se bautizaría a muchas personas, niños y adultos. De hecho, las celebraciones colectivas de bautismos, administrados por sacerdotes misioneros a adultos y niños, eran muy habituales en Colombia hace cuarenta años, precisamente porque Sudamérica se consideraba «tierra de misión».

Sin que lo supieran mis padres y mi abuela, logré convencer al primo de mi padre y a su esposa para que me acompañaran a esa reunión, donde cualquier persona que no estuviera bautizada (tanto los niños llevados por sus padres como los adultos) podía recibir este sacramento, sin ninguna preparación previa y sin que el párroco lo conociera.

En el momento del bautismo, que tuvo lugar en una catedral, me mezclé con todos los demás bautizados y yo también recibí, con gran alegría, el sacramento. Mi primo y su esposa fueron mis padrinos.

Al final de la celebración, todos los bautizados fueron inscritos en el registro de bautismos.

Después del bautismo, comencé a asistir espontáneamente a la misa festiva en mi parroquia, pero iba sola, porque mis padres no participaban. Al cabo de un año, quise comenzar el camino de preparación para la primera confesión y la primera comunión, que recibí a los 9 años. Mis padres no asistieron a la misa en la que recibí la Primera Comunión y mi madre no permitió que nadie me felicitara. A pesar de ello, desde ese momento comencé a sentir en mi corazón un amor cada vez más grande y apasionado por Jesús; y, aunque seguía siendo obligada a participar en los rituales de brujería de mi abuela y en las prácticas mágicas, le rogaba que me ayudara a liberarme de mi implicación en ellos. Al mismo tiempo, me sentía atraída por las actividades parroquiales y, a los 10 años, me ofrecí para ayudar en el dispensario farmacéutico y alimentario de la parroquia. También me uní al coro parroquial.

La creciente sensación de malestar que sentía hacia los rituales de brujería de mi abuela y las prácticas mágicas llegó a tal punto que, a los 11 años, renuncié definitivamente a ellos. La causa de esta renuncia fue una fuerte discusión con mi madre, que había pedido a otro brujo un ritual de magia negra para matar a mi abuela, y yo tenía que participar en ese ritual. No quise colaborar en este ritual y me negué rotundamente. En mi corazón entró en abundancia la paz y la serenidad que brotan de sentirse acogido, amado y perdonado por Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, tras mi negativa a seguir participando en prácticas mágicas y rituales de brujería, se desató una fuerte reacción por parte de mis familiares, que se manifestó en un continuo intento de hacerme desistir de la decisión tomada: mi padre siempre me hablaba del demonio como de un «buen amigo» al que había que obedecer; él, a cambio, me daría muchas cosas, incluida la salud. Solo tenía que entregarle continuamente mi alma y servirle fielmente. Me negué rotundamente, incluso a participar en las prácticas de brujería de mi abuela, y a las persecuciones familiares se sumó casi inmediatamente una guerra abierta y tremenda en mi contra por parte del demonio, que por la noche comenzó a atacarme con vejaciones físicas: intentaba asfixiarme, me inmovilizaba en la cama con un peso tremendo y repentino sobre el pecho que me aplastaba cada vez más; o se me aparecía bajo formas monstruosas, o, como ya he mencionado, se me aparecía como un gran perro negro. En una ocasión, sin embargo, se me apareció en forma de gato y me arañó el cuello. A menudo, el demonio me decía: «Eres mía y nunca te dejaré». Otras veces provocaba fuertes ruidos en la casa que todos oían. En una ocasión, empezó a sacudir mi cama violentamente, hasta el punto de que el ruido despertó a mis padres y a mi hermano adoptivo, que se asustaron. Yo siempre reaccionaba con la oración y, tras una lucha agotadora, el demonio finalmente desistía. La oración que solía recitar en esos momentos era el Credo.

Podría contar muchas otras cosas que me hacían y me hacen actualmente la vida muy difícil, pero tendría que extenderme mucho más.

Sin embargo, es importante saber que, mientras tanto, me había convertido en catequista de los niños y en mi corazón comenzó a manifestarse el deseo de entregarme totalmente a Jesús en la vida consagrada, en un instituto religioso. Ese deseo se hizo realidad a los 17 años, cuando ingresé en el aspirantado de un instituto religioso. Para mi familia fue una vergüenza, una deshonra, una afrenta por la que aún hoy quieren hacerme pagar, realizando, según me han contado algunos familiares, continuos rituales de maldición contra mí.

Durante la experiencia del Aspirantado, me diagnosticaron un adenoma hipofisario, un tipo de tumor cerebral. Mientras tanto, me trasladaron a Italia, donde me sometí a los tratamientos necesarios, a los que, sin embargo, mi cuerpo no respondía. Cuando regresé a Colombia para visitar a mi familia, le hablé a la provincial de mi enfermedad incurable y de algunos problemas que tenía con mi familia, y ella me llevó a un exorcista. El sacerdote me recibió varias veces y en cada encuentro me hizo un exorcismo, y la enfermedad desapareció. Aún hoy no hay rastro de ella. Mis familiares continuaron haciéndome la guerra y tratando de ponerme en mal lugar ante mis superiores.

Cuatro años después de mi regreso a Italia, mi Madre General de entonces me obligó a volver con mi familia para pasar un mes de vacaciones, a pesar de que yo me negaba y estaba desesperada y asustada por volver a un entorno en el que había sufrido y tenido que soportar tanto mal. La Madre General no escuchó ni mis peticiones ni mis súplicas, ni tampoco las opiniones del psicólogo que me atendía y de mi padre espiritual. Cuando llegué a casa, vino a visitarme mi sobrino, quien me confesó que quería suicidarse porque le obligaban a practicar brujería. Para ayudarle, pedí una cita con un exorcista y le pedí a una de mis hermanas que nos acompañara.

Sin embargo, los días previos a la cita, enfermé con fuertes dolores de estómago y no podía ni beber ni comer. Descubrí que mis familiares habían escondido tierra de muertos en la comida. Era un maleficio que tenía como objetivo matarme, ofreciéndome en sacrificio a los espíritus.

El día de la cita, mi compañera, al ver que no llegaba, fue valiente, porque, sospechando, vino a mi casa y, cuando me vio en ese estado, llamó a un taxi y me llevó al exorcista que debía ayudar a mi sobrino. El exorcista rezó oraciones de liberación, realizó el exorcismo y me dio los sacramentales de sal, aceite y agua.

Volví a casa y mi familia había preparado chocolate, que decidí comer a pesar de que no me gusta, y aproveché la ocasión para decirles que con sus maleficios no habían conseguido matarme. Así que decidí huir de casa y recorrí un largo trayecto de ocho horas en autobús, pero, al llegar a mi destino, me informaron de que iban a llegar mis familiares, que habían decidido matarme renovando nuevos y más poderosos maleficios en la comida y la bebida. Volví a huir, sin dejar rastro.

Unos meses más tarde, tras muchos sufrimientos físicos, murió mi padre. Me enteré por un sobrino que le habían hecho un maleficio para que muriera y lo habían ofrecido en sacrificio a los espíritus en mi lugar. Mi Madre General, informada de todos estos inquietantes acontecimientos, se asustó mucho. Temía que todo ello pudiera tener consecuencias también para la comunidad religiosa que residía precisamente en mi pueblo de residencia y me alejó del Instituto religioso.

Unos años más tarde, fui acogida por el instituto religioso en el que aún vivo, donde me siento bien y, sobre todo, donde ya no estoy obligada a volver con mi familia. Sin embargo, mi familia sigue persiguiéndome, enviando a Italia a personas desconocidas para localizarme.

Como ya he dicho, mi decisión de consagrarme a Jesús en un instituto religioso fue considerada por mi familia como un sacrilegio. Por esta razón, mis familiares me ofrecen continuamente a Satanás en sus rituales, pidiéndole todo el mal posible contra mí.

Mientras tanto, me he consagrado definitivamente a Cristo en el nuevo instituto religioso, con la profesión perpetua de los votos religiosos. Actualmente le ofrezco la experiencia de continuos malestares físicos —que los médicos no saben diagnosticar— y de visitas nocturnas del maligno, que sigue atormentándome con sus vejaciones. Sin embargo, la oración y los exorcismos de la Iglesia me son de gran ayuda en esta lucha.

Un detalle que me gustaría que los sacerdotes tuvieran muy presente es que mi abuela asistía a la Santa Misa todos los días, sentada en el primer banco, y también comulgaba, pero nunca se confesaba. Cuando discutía con ella —y ocurría a menudo— porque no quería seguir sometiéndome a ella para llevar a cabo sus rituales, le reprochaba que fuera a la iglesia, que participara en la misa, que comulgara, pero ella seguía comportándose mal. Ella me respondía que esa era la única manera de evitar que el demonio se apoderara totalmente de ella, al menos eso me decía. En realidad, al comulgar en pecado mortal, lo único que hacía era reforzar su unión con el demonio en lugar de con Jesús.

Otra experiencia que quiero contarles para invitarles a la reflexión es que no se puede enfrentar directamente al demonio sin estar debidamente preparado. Cuando en Colombia la gente empezó a darse cuenta del mal y de los rituales que practicaba mi abuela en casa, fueron a hablar con el párroco, quien, provisto de un cubo de agua bendita y un aspersorio, llegó a la casa de mi abuela y comenzó a bendecirla porque quería eliminar todo el mal que ella había hecho. Mi abuela, con una sonrisa maliciosa, le dejó hacer, pero en un momento dado le preguntó cómo estaban sus padres y le mandó muchos saludos. Al regresar a la rectoría, el párroco se enteró de que su padre había desaparecido. Fue encontrado muerto tres días después en el mismo lugar en el que se le había buscado varias veces. El cuerpo estaba hinchado y marcado con el pentagrama satánico.

Encomiendo a la Virgen estas líneas, que espero sirvan para el bien de muchas almas, con el deseo de que este bien pueda de alguna manera desbordarse también para la salvación de mis familiares, a quienes siempre he perdonado y perdono de corazón. Con esta intención, concluyo con la antigua oración mediante la cual los primeros cristianos pedían la intervención de la Madre celestial:

Bajo tu amparo nos acogemos,
Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos
en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos siempre
de todo peligro,
¡Oh Virgen gloriosa y bendita!


Copertina: Riti del culto a Maria Lionza in Venezuela